miércoles, 29 de agosto de 2007

se acabó


Se acabó; era inevitable: ocurrió lo que tenía que pasar.
La explosión fue contundente, repentina. Una nube de humo blanco con penetrante olor a silicio quemado siguió a la onda expansiva. Las antenas wifi salieron despedidas por la ventana y cayeron estrepitosamente en el patio de luces. Era el fin.

La tragedia se había incubado el sábado por la noche, cuando el portátil llevaba ya muchas horas funcionando y mis impacientes amigos presionaban para pasar todas las fotos que nos habíamos sacado desde hacía dos años hasta ese día.
Para dar más velocidad al procesador para cargar las fotos en el visor de imágenes, se me ocurrió la feliz idea de interrumpir todas las operaciones en curso dejando abiertas solamente las del visor. Ahí empezó la cuenta atrás.
La catástrofe tendría lugar al día siguiente, al encender el ordenador.

Me levanté como pude y me puse a sacudir los pedazos de relés y de placas que tenía encima de la camisa. Un vistazo rápido me indicó que no había posibilidad de recuperar nada, ni siquiera las unidades externas.

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